Si he accedido, por esta noche, a las amables y reiteradas solicitaciones de los directores del Cine Club, poniéndome ante esta pantalla, no ha sido porque estime indispensable ninguna glosa previa a la Sinfonía Metropolitana, ya que ésta, como todo verdadero “film”, se basta a sí mismo. Ha sido porque habiéndome interesado desde siempre la poesía objetivada sobre motivos modernos y, en especial, aquella que se vierte sobre las ciudades tentaculares –para decirlo con una expresión del primero que acertó a intuirla, de Verhaeren–, no podía negarme a subrayar los valores de esa índole que contiene la magnífica realización cinemática de Walter Ruttmann.
Pocas veces la cámara tomavistas ha enfocado un tema tan singular y privativamente cinematográfico como el que registra la Sinfonía Metropolitana, es decir, la vida de una ciudad, las veinticuatro horas cotidianas de una gran urbe, reflejadas no en unos personajes determinados, sino en la gran masa anónima, no en un argumento coherente, sino en su fragmentarismo multitudinario. Ningún otro arte, en efecto, podría darnos una traducción tan veraz de esa vida multánime como el cinema. Su objetivo acierta a captar con agilidad y relieve todo lo que hay en ella de vivo y mecánico, de reglamentado y caótico, de ímpetu individual y colectiva, de acre belleza y de cruel uniformidad; en suma, todo lo que encierra de trepidante y contradictoria. Un escritor yanqui, John Dos Pasos, en su libro Manhattan Transfer, nos ha dado la versión descosida y novelística de esta vida pugnaz, referida a Nueva York. Pero este “film” que vamos a contemplar, aunque atañe a Berlín, refleja de un modo más abstracto y general la universal contorsión metropolitana. Este “film” es como un espejo impasible que recoge en su lámina bruñida el rostro proteico de la gran ciudad; es una “summa” de motivos urbanos que deja a un lado los destinos individuales de sus habitantes y pone en primer término, en “gros plan”, su vibración colectiva, con la vida, no por inorgánica menos imponente, de su fauna maquinística.
El maquinismo es la grandeza y es la miseria de nuestros días ciudadanos. He ahí quizá una fatalidad a la que estamos encadenados los hombres de ciudad, pero cuya intacta y estremecedora belleza no puede dejar de herir agudamente nuestras fibras nunistas. Las máquinas que nos desplazan vertiginosamente en el espacio, que taladran nuestros minutos de trabajo y de placer, que pespuntean nerviosamente el borde de nuestras vidas, nos sujetan a su imperio con una fuerza indeclinable. Por ello, y para evadirse de su dominio, no es ingrato recordar que quizá llegue el día quimérico entrevisto por Samuel Butler en su maravillosa utopía Erewhon, día en el cual las máquinas serán destruidas y confinadas a los museos por los hombres rebelados contra el animismo que aquéllas llegaron a adquirir. Recuérdese el “film” Metrópolis y se verá cómo su argumento refleja otra variante de ese drama moderno.
Pero, por el momento, mientras se establezca o no un pacto entre la máquina y el hombre, a los espíritus de esta época que postulamos un arte genuinamente coetáneo sólo nos toca reconocer a la fauna metálica en toda su magnitud, dándola cabida entre nuestros elementos familiares. Ya desde hace años, con anterioridad a su traslación cinematográfica, algunos poetas y pintores habían hecho entrar el influjo maquinístico en sus obras, confiriéndole una significación estética. Nadie quizá lo ha conseguido mejor que Blaise Cendrars en las páginas elípticas y contorsionadas de su poema “Profond aujourd'hui”.
La significación de dicho poema encuentra su mejor equivalencia pictórica en los cuadros de uno de los primeros cubistas, de Fernand Léger, en los cuales unas simples agrupaciones de cilindros y ruedas, o el corte transversal de una maquinaria producen una armonía plástica insospechada. Ratificando su continuada devoción a este tema, que constituye casi el único sujeto de sus cuadros, Léger ha sostenido que él inventa máquinas lo mismo que otros hacen paisajes con la imaginación. “El elemento mecánico –agregó en su conferencia “Esthétique de la machine”– no es para mí una convención ni una actitud, sino un medio de llegar a dar una sensación de fuerza y de potencia.”
No sólo en sus cuadros y teorías, sino también en algún “film” ha tenido ocasión Léger de explayar esta tendencia. Así recordemos que es autor de los decorados para una cinta de Marcel L'Herbier, L'Inhumaine, y que además ha compuesto una película titulada Ballet mécanique, sin asunto y ni siquiera personajes, a base de objetos fijos y animados, máquinas, utensilios usuales que se suceden en la pantalla siguiendo ritmos mecánicos.
La referencia a este “film” me llevaría fácilmente hacia el campo de lo que se ha denominado cine puro, abstracto o absoluto, y algunos de cuyos ejemplos más característicos hasta la fecha son los ensayos realizados por el mismo Ruttmann, y por Hans Richter, Henri Chomette y Man Ray. Pero estudiar este género de “films” me obligaría a rebasar los límites de esta “obertura”. He de limitarme, pues, solamente, a “filiar” y enmarcar la Sinfonía Metropolitana.
Prescindiendo de su parcial semejanza, ya mencionada, con Metrópolis, de Fritz Lang, y de la que, en otros aspectos pudiera buscársele con La rueda, de Abel Gance, el “film” de esta noche se emparenta más de cerca con uno de Alberto Cavalcanti, titulado Rien que les heures: “Nada más que las horas”. Allí también el argumento se reduce simplemente a reflejar la vida de una gran ciudad –en aquel caso, es París–, pero en el desarrollo se atiende, más que a su expresión humanamente colectiva, a descifrar su alma íntima y menuda, reflejada en minúsculas peripecias y en curiosas observaciones de la vida de los objetos.
Por el contrario, en la Sinfonía Metropolitana o las veinticuatro horas de Berlín, lo que importa y prevalece es la expresión del alma total de la ciudad, hecha por medio de visiones velozmente yuxtapuestas y con una agudísima facultad perceptiva, al mismo tiempo que con una técnica moderna y eficaz, merced a la cual las imágenes se agrupan y ensamblan sus contrastes de una manera bellísima. Así, pues, viendo la Sinfonía Metropolitana asistimos a la proyección de todo lo más esencial y característico en la vida de una gran ciudad, modulada “in crescendo” sinfónico. Desde el amanecer: las persianas de las casas se abren como parpados aún soñolientos; los obreros desgarran violentamente el camisón del alba; los primeros tranvías, los subterráneos, los trenes aéreos se desperezan llevando aún en sus “trolleys” chispas de estrellas nocturnas...
Pero... creo que sobran ya las imágenes verbales. Les llega su turno a las imágenes de la pantalla.
Guillermo de Torre
La Gaceta Literaria, Madrid
1 de julio de 1930, año IV, número 85, página 6